“Hacer cola” es una de esas actividades que le hacen a uno querer morirse. Sin duda, en caso de suicidio, el mío sería en la cola del baño de mujeres. No creo que a alguien le guste esperar en fila, pero cuando es para asuntos que podrían evitarse, es particularmente irritante.
Tuve la mala fortuna de tener que duplicar mis documentos oficiales. La agencia me pidió documentos nuevos, no mis originales sino copias certificadas que iban desde el acta de nacimientos hasta la del certificado de secundaria. Es natural que en un país que no confía en sus ciudadanos –y que se encuentra en plena campaña del año de Hidalgo- ni siquiera los documentos emitidos en sus instituciones sean reconocidos como válidos.
No es la desconfianza la palabra clave en este país de instituciones destruidas?
Dando la vuelta a la esquina
Mi agenda se adorna, entre notas y apuntes, con un Post-it rosado que anuncia una cita “Nacho” más el número de teléfono. No me he atrevido a llamar, pero yo guardo el recordatorio como la imagen del silencio entre dos semi-extraños que discuten entre páginas de un día agitado.
La desconfianza me llevó a meses de una soledad que, en mi cabeza, estaba en pleno proceso de putrefacción. No la soledad por estar sola, sino aquella que en se hace de todo, hasta de mis conversaciones. Extrañaba la complicidad que aparece tras las miradas cuando la coincidencia se impone y encontrarme con ella se hizo aterrador. El trabajar para no pensar se hizo en muy poco tiempo el mecanismo perfecto para hacerme la asalariada del país de los millones de desempleados. Despertarme para trabajar, dormirme para dejar de hacerlo.
Tengo este teléfono que me espera y yo aquí parada en el sol ardiente de Octubre, entrando en pánico y sin saber si marcar o quedarme estática –en la cola- donde hasta ahora he estado. El encuentro con Nacho fue una de esas coincidencias que uno no puede recordar al mirar las razones por las que ha decidido “querer platicar” con alguien. Dos personas que se encuentran en el mismo lugar solamente. Nos dijimos los nombres por encima de cientos de papeles en la redacción, compartimos el escritorio para la traducción y el montaje de varios videos para después salir tarde del trabajo y compartir un taxi al hotel que a ambos nos hospedaba. Sin elegancia nos despedimos.
Hago fila en la oficina y espero mientras hojeo la agenda, pasando los dedos por el número de teléfono que me recuerda que debo comprar un nuevo perfume. La cola llega hasta la esquina de la calle, pero ya no importa. Doy la vuelta a la página y coloco el Post-it con su número en el stand-by de pendientes.
Coincidencias capitales.
Nada más emocionante que una llamada para presentarte inmediatamente en la oficina de tu jefe en cuanto pones pié en el trabajo. Cuento los pasos esperando que el piso se hunda bajo mis pies y que pueda desaparecer. Puedo ya escuchar la regañiza, los reclamos sobre mi falta de entusiasmo.
In truth ¿tenemos razones para trabajar con entusiasmo en México?
Todos los reclamos estarían en lo cierto, mi trabajo se ha vuelto monótono. No es que no sea un buen trabajo el mío, no es que mal-pague, no es ingratitud –teniendo chamba en un país en un país de desempleados- ni ocio. Es sólo que miro mi vida y cuestiono el papel como profesional, como mujer, como fotógrafa. Realmente es esta la extensión de lo que puedo hacer?
Entro al apretado despacho y permanezco parada, medio torciendo los piés, medio torciendo la boca.
La reunión resulta ser totalmente lo opuesto a lo que esperaba. El editor mira con cuidado mis fotografías para informarme que debo hacer de “contacto” – o sea chofer- de un periodista esa misma tarde. Si la cara se me hubiera torcido más se me habría caído, sin duda, pero mi jefe me informa que fui solicitada expresamente para el trabajo.
La cabeza me da vueltas pensando en alguien importante a quien pudiera yo mostrar lo que sucede en mi país ¿y qué país mostraría?
Mientras me cambio los zapatos abro el sobre con los datos que el editor me ha dado.
Nacho …
Felipe Calderón va anunciando por el mundo que vamos ganando la guerra que no iniciamos, que padecemos, en la que nos estamos muriendo de hambre, pero al final nuestra. El mundo a su vez revira que hemos presionado el botón del SELFDESTRUCT one too many times.
Las calles se inundan de gente, el boomerang del capitalismo nos devuelve años de negligencia con tal fuerza que trae consigo la marea de indignados, el 99% de desamparados del sistema que ya no aguanta más. Las calles deberían devolverle el sentido al reclamo ciudadano, en vez de ello, las protestas polarizan a quienes se aferran a sus miedos y se vuelcan sobre los jóvenes.
Nacho camina emocionado entre los manifestantes y jala de mi mano mientras acelera el paso. Retratar a los muchachos de este mundo de desiguales hasta en la miseria solo acentúa la soledad de sus jóvenes que, preparados o no para lo que viene, se enfrentan a los mares de incertidumbre.
Miles de cámaras disparan, las masas son evidentes y los indignados de las ofensas, de las mentiras, de los medios encausados, de los gobiernos en campaña, los organismos faltos de tacto, son prueba de que nuestro retrato generacional es estar en oposición a los acampados en la codicia.
Los retratos guardan los mares de hijos sin confianza en el futuro. Levanto la cámara y me encuentro con la sensación de estar en la cola, la eterna fila de los 99% que están a la espera de vivir con dignidad. Por encima de mi hombro, Nacho cambia la lente de la cámara mientras entre risas grita “¡Este es un momento histórico!”
… y una sonrisa cómplice en la absoluta confianza de que hay cosas valiosas, como luchar por vivir felices en la igualdad, pero luchar con los demás.